10 noviembre 2005

Aracnea

En las manos de Aracne, los mechones de lana parecían neblina.
Ella era una simple mortal, hija de un teñidor de lanas, pero había tal arte en su trabajo, que para contemplarla girando el huso torneado o dibujando con la aguja, las ninfas abandonaban los viñedos y las aguas. Enredada en su soberbia, Aracne comenzó a proclamarse tan buena tejedora como la misma Atenea. Y ésta se presentó ante ella, tomando la figura de una vieja con bastón, para aconsejarle que desistiera de medirse con una diosa. La respuesta de Aracne fue retar a Atenea a probarse en una competición. Abandonando su disfraz, la diosa se presentó con todo su esplendor. Enfrentadas en distintos telares, fueron tensándose las finas urdimbres y se entretejieron la púrpura, los oros y los delicados matices de la transición de los colores.
Atenea creó un tejido en que los dioses aparecerían soberbios y centrales en su augusta majestad. Luego pintó con la aguja un verdadero toro y un mar verdadero y bordeó la tela con ramas de olivo de la paz. Pero Aracne dibujó a las deidades con sus debilidades más carnales, en un trabajo tan brillante y delicado, que la diosa, fuera de sí, rompió su obra y golpeó a su rival.
Viendo la furia divina que había provocado su insana soberbia, la joven mortal intentó terminar con su vida pasándose un lazo por la garganta. Atenea no lo permitió. “Vive, sí, pero cuelga, malvada”, le dijo. Y rociando a Aracne con los jugos de una hierba, maldijo su destino y el de su descendencia. La convirtió en una araña tejedora cuya misión es pender y tejer eternamente.


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